El antecedente de la Central de Abasto de la Ciudad de México data de hace casi 600 años y tiene su origen en el antiguo Mercado el “gran Tlanechicoloyan”, lugar donde se reunían las cosas, almacenando alimentos, animales, objetos y una gran diversidad de productos.
Este destacado centro comercial prehispánico estuvo ubicado en Tlatelolco, ciudad fundada en 1338 por los tlatelolcas, tribu mexica que se separó de los tenochcas, fundadores de Tenochtitlan y estaba situada en un islote al norte de esta ciudad dentro del lago de Texcoco.
Su tianguis era el corazón de un hormiguero multiétnico, un centro de reunión e intercambio cultural al que comerciantes -conocidos como pochtecas- provenientes de toda la geografía mesoamericana e individuos, especializados en el comercio a larga distancia entre las distintas regiones que integraban el imperio mexica, e incluso más allá de sus fronteras, acudían a vender sus mercancías, así como a comunicar noticias recogidas durante sus largos trayectos. Esto incluía la información militar, ya que frecuentemente los comerciantes desempeñaban las funciones de embajadores, emisarios e incluso espías, que describían los ricos territorios que fueran propicios para futuras guerras de conquista.
El gran tianguis de Tlatelolco se ubicaba al suroeste del área que conocemos como el Templo Mayor de la ciudad; operaba en un gran espacio al aire libre donde se reunían compradores y vendedores; habían alrededor numerosas habitaciones que eran utilizadas como bodegas y depósitos, siendo considerado el modelo prototipo de mercado en Mesoamérica.
Su fama deriva de la gran impresión que dejó en los conquistadores españoles, quienes le consignaron en sus crónicas. Cuando los españoles llegaron a la cuenca del Valle de México en 1520, Tlatelolco era el eje del comercio y la economía en el Anáhuac por encontrarse en los linderos de la ciudad de México-Tenochtitlán.
Según los textos que retratan aquel mercado, éste fue de enormes dimensiones, pues a él acudieron miles de personas. A decir de Francisco Cervantes de Salazar asistían diariamente unas 30,000; según Hernán Cortés unas 60,000 y según Alonso de Zuazo hasta unas 80,000. Bernal Díaz del Castillo aseguraba que “solamente el rumor y zumbido de las voces y palabras que allí había sonaba más que de una legua”.
En este mercado las transacciones comerciales se hacían mediante el trueque. Se podía intercambiar producto por producto, o bien, cuando se trataba de productos de gran valor se cambiaban por cacao, cañones de pluma de ave llenos de oro en polvo, navajas en forma de media luna que se labraban con finas hojas de cobre martilleado (hachuelas de cobre) y algunas telas que servían de moneda.
Lo que permitió el uso del cacao como moneda fue que se podía fraccionar y transportar fácilmente, así como conservar y almacenar. No todos podían tener acceso a él, debido a que su plantación y almacenaje estaban a cargo de la nobleza. Los sitios donde se almacenaban se denominaban “Casas del Cacao”.
Las negociaciones estuvieron mediadas por leyes comerciales verificadas por tribunales establecidos entre los vendedores, con la finalidad de impartir justicia y también velando porque los productos —sobre todo los alimenticios— tuvieran la higiene necesaria y que los puestos estuvieran perfectamente ordenados conforme a los productos que se intercambiaban. Todo bajo la creencia compartida en una deidad denominada Yacatecuhtli, dios del comercio, patrón de los mercaderes y del intercambio, especialmente de los viajes comerciales.
Organización del mercado
El mercado estaba dispuesto según el tipo de producto a ofrecer. Por un lado estaban los vendedores de animales, quienes ofrecían xoloitzcuintles, conejos, mapaches, armadillos, tejones y tortugas; mientras que otros vendían pájaros con plumajes de gran colorido; allí también podían obtenerse aves de rapiña, serpientes y carne de venado, siempre presente en los banquetes de la nobleza.
En otra sección del mercado estaban los puestos de comida preparada, donde las cocineras preparaban las nutritivas tortillas que acompañaban los quesos con frijoles y chile; ellas ofrecían además tamales y atole, así como ricos tlacoyos rellenos de haba y frijol.
Traídos de las costas, los pescados eran ofrecidos sobre hojas de palma que los mantenían frescos; conocido es, a través de la crónicas, el gusto que Moctezuma tenía por este tipo de alimento, el cual llegaba diariamente a su mesa.
Había en el mercado gente dedicada al transporte de mercancías, eran los tamemes o cargadores, quienes realizaban su pesada labor sosteniendo sobre sus espaldas el cargamento, ayudados de cestas y costales.
Había comerciantes especializados en la cerámica, tanto de uso cotidiano, como de uso suntuario, exclusiva para las mesas de los nobles, destacando los recipientes que procedían de Texcoco, decoradas con llamativos dibujos sobre pintura roja muy pulida, y las vasijas policromas de Cholula, de la región tlaxcalteca y de la mixteca.
En cuanto a los textiles, éstos se tejían en telares de cintura, y en el mercado se ofrecían, principalmente, aquellos trabajados con hilo de algodón, a los que se agregaban, entretejidos, cuentas de jade, caracolillos, plumas y piel de conejo. Con estos textiles se confeccionaba la vestimenta de los habitantes de Tenochtitlan y Tlatelolco, el quechquémitl (prenda que cubre la parte superior del cuerpo), el huipil (blusa o vestido adornado) y el enredo o falda -para las mujeres- y el máxtlatl (taparrabos) y la tilma (prenda usada en el frente como un delantal largo) -para los varones-.
El mercado de Tlatelolco tenía una sección, en su parte central, dedicada a la venta de artículos que solo los nobles o pipiltin (señores importantes entre los mexicas, como los sacerdotes, los militares y los funcionarios de gobierno) podían adquirir; allí se ofrecían los cactli o sandalias, que daban identidad jerárquica, siendo ésta la primera indicación que diferenciaba a un pipiltin de un macehualtin (clase social que estaba por encima de los esclavos y debajo de los macehallin o nobles).
El mercado tenía sus propios gobernantes, quienes fungían a su vez como los jueces supremos que cuidaban del buen funcionamiento de la institución. Bajo su mando estaban los guardianes del orden. Guerreros pochtecas que se identificaban por sus peinados, sus vestimentas y su elegante abanico. Ellos eran los únicos que podían deambular por el mercado con sus armas.
El mercado de Tlatelolco fue visitado por Hernán Cortés poco antes de la guerra de conquista. En el sitio tuvo lugar la última y decisiva batalla contra los mexicas el 13 de agosto de 1521, cuando fue derrotado Cuauhtémoc y obligado a capitular ante Cortés. El cronista Bernal Díaz del Castillo describe la matanza de mexicas: “…ese día fue tan sangriento que era imposible caminar por el lugar debido a la cantidad de cadáveres apilados». Se estima que más de 40.000 indígenas fueron asesinados ese día.”
La caída de Tlatelolco marcó el fin del más importante Imperio mesoamericano.